Muchas veces, mediante artificios, he querido llegar a las cosas que amo. No ha sido, ni es mi estilo, pero la adversidad es quien impone las reglas del juego.
Todos en la cuadra saben que amo a Eulalia de manera especial; que sobrellevo con apacible cariño su sordera y que venero esos momentos en que es presa de la histeria. Tampoco miento si digo que su peculiar locura me reconforta y fue lo que obligó a pedir su mano.
Ojalá todos pudieran observar la tenue dulzura que se apodera de ella durante las crisis. Indudablemente que ella ha sido la brida a ese diablo que llevo por dentro. Pero a quienes si temo es a los cuerdos. Nunca he podido soportar el temor que infunde la neurosis de ese profesor que cree hacer respetar la clase; ni el riguroso veto de los mayores a las cándidas travesuras de los niños. Todo eso lo padecí hasta el suplicio y por eso esquivo a mis congéneres.
En cambio en Eulalia festejo con gran alborozo que nunca he visto un viso de hipocresía en sus hermosos ojos negros y esa insondable tristeza que esconde tras sus pupilas.
Innegablemente que todo eso es un signo inequívoco de calor humano. Es por eso que Eulalia ha llegado a copar tanto mi existencia, que durante un buen tiempo he vivido a su lado en las clínicas. Por ratos hemos domesticado la locura y ella sin contratiempos ha aceptado mi lucidez.
Ahora, cuando asoma un Diciembre esplendoroso, espero viajar a la capital para unirme a ella en el Hospital Mental. Ojalá haya superado la que parecía la peor de sus crisis, y así poderla sacar a pasear para que sienta ese dejo de nostalgia y alegría de una brisa socarrona y loca.
Este texto hace pertenece al libro "De Los Naufragios del Alma y Otros Infortunios"
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