Pompeyo trajo la bienaventuranza a los campos yermos. Saludó a la muerte de soslayo e increpó a la felicidad doble y postiza. Así, en su cansino caballo tordillo, deambuló en medio las heridas de la tropa enferma y hastiada. Pero no pudo hacerle el quite a la muerte. Esta rondaba desde que despuntaba el alba hasta el final del crepúsculo; daba palos a tientas y engrupía a los mancebos rezagados de la retaguardia.
Cuenta la hermosa doncella, que muchas veces vio llorar al general a un lado del arroyo en noches de plenilunio. Ya no amaba. Sólo la amargura era su inestimable compañera, mientras la muerte lo aguardaba jubilosa en su lecho de gigante cansado.
Manuel Donado Solano.
Este texto hace parte del libro "De los naufragios del Alma y otros infortunios"
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