"No sientes, no sientes que en tu trastornado corazón,
en tu desquiciado cerebro, es donde radica tu miseria,
de la cual todos los reyes de este mundo no podrían
sacarte".
Goethe: los sufrimientos de werther.
Por: Manuel Donado Solano.
Antes, nos echábamos en cualquier café a otear el panorama y juntar proyectos. Nos alegrábamos, se mostraba una sonrisa hipócrita y poníamos con gran preocupación una de las pocas monedas en la mano del mendigo de turno.
Así era el amargo jugo del mediodía. Sopesando con cierta incredulidad los favores que podía concedernos una ciudad perversa y farisea que nos conminaba a deambular como ánimas en pena por sus calles atiborradas. Ibamos de un lado a otro y viceversa; hastiados de los eternos locales comerciales, de las mismas filas de autos, del mundanal ruido que amenazaba con empozarse en nuestros sentidos y del caucho reverdecido y enfermo que parecía darnos una voz de aliento.
Claro!, es lógico que dentro de poco hemos de renunciar a todo; es conveniente que aceptemos nuestra postración ante el tedio que nos produce el deprimente espectáculo de una existencia opaca y mediocre.
Entonces, para qué seguir huyendo de nuestras miserias?. Acaso no llevaremos el germen de nuestra congoja dondequiera que estemos?
A ello hemos estado atados sin mayor miramiento: pululando entre la pena y la desdicha, rumiando el inveterado dolor que produce la sensación del nuevo día y afligidos por la inquietud de no encontrarnos a sí mismos.
Quienes se topaban con nuestra aversión, rezongaban que no todo estaba perdido, que aún faltaban por trasegar vericuetos menos sombríos; en el peor de los casos, nos inducían a diluirnos en las charcas del olvido. Entonces sentíamos despabilarnos, reflexionábamos y arremetíamos con los restos de nuestro temple hasta espantar aquellas ideas cual enjambres de moscas. Nos estaba dado vislumbrar la esencia última de la cuita, del placer más abyecto; o arrastrarnos a las más bajas pasiones sin dejar de modelar el peor de los vicios sin sonrojo alguno.
Sí, ese fue nuestro compromiso. No importaba desangrarnos sobre el cesped de los parques ni ir dando tumbos con el cerebro hecho añicos y después encontrarnos sobre las grandes peñas del tajamar que siempre parece insinuarse hasta el otro lado del mar.
Así fue el inicio del venerable complot para destripar la más siniestra de las soledades; el punto de apoyo para agredir a la monótona realidad de un entorno que en su diabólica cotidianidad, amenazaba con liquidar la profunda contemplación de un mundo barnizado por el oprobio y la sandez. Entonces, ¿quién puede vadear nuestra inexpugnable fortaleza?
"Nadie va a hacernos cambiar, señor", dijimos al dueño del bar que anoche trató de imprecarnos al notar los efectos de nuestra furtiva displicencia. Hubiésemos querido explicarle nuestra extraña condición de pequeños demiurgos que han trascendido todo tipo de fruslerias para abandonarnos a la loable tarea de sepultar las abominables cortapisas que han empequeñecido y abatido al género humano.
"Bueno,que le vamos a hacer. Allá ustedes", se dejó escuchar nuevamente la voz ahora tras la penumbra del mostrador. Sólo Claudia supo advertir la grandeza de nuestra empresa. Entre idas y venidas mientras secaba los restos de espuma que dejaban las cervezas sobre las mesas, nos observó de soslayo hasta susurrarnos con cierto dejo: "estoy con ustedes".
Volvimos a pensar en los tiempos idos, en el paquidermico paso de la noche, y desde los arrabales de la ciudad, escuchamos el estampido de la bala que a esa hora se complacia en destrozar las carnes del raponero de ocasión o del famélico exconvicto. Fueron segundos indescriptibles, acompañados del letargo que siempre nos trae lo más añejo de nuestra memoria.
Y así empezamos a perdernos en las entrañas de la noche, husmeando en lo más recóndito de su estela, la extraña holgazanería que siempre muestran sus horas. Sí, la hallamos. De veras que coincidimos en que ese aspecto macabro que muchas veces le imputamos no es mas que un juicio caprichoso y meramente subjetivo de quienes no tenemos ni pizca de bohemios. ¿Acaso puede ser más placentera la vida del noctámbulo que recorre con inusitada destreza cafetines de mala muerte, donde florecen los ímpetus del chacal y el tufillo del bohemio irredento?
Indudablemente que ahí se condensa la sabia contemplación, instantes propicios para la meditación profunda. Claro está, otra cosa es dejarse llevar por las vulgares premoniciones mientras se observa a la ciudad adormitada entre los susurros de la gélida noche sin que el zumbido que producen los automóviles lleguen a rozar las tristes melodías que dejan escapar los bares a medio cerrar, mientras el mesero del delantal continúa apilando las sillas.
En el momento en que observábamos el afiche de Marilyn Monroe, vimos a Claudia cuando se dirigía a despertar al hombre entrecano que se había quedado dormido sobre la barra. Era una masa cetrina y deforme; al momento de palmear la espalda de aquel bulto, un leve temblor fue dándole forma a los torpes movimientos que empezaron a emgarzarlo todo en un solo cuerpo.
Así sellamos nuestro compromiso, dispuestos a deambular por los escabrosos senderos donde el desamparo es cosa de poca monta y la soledad no parece revelar su verdadera trascendencia. Pero qué importa!, hemos de seguir con nuestra cruz hasta el fin del mundo. Todo está dado para implantar el reino de nuestra sabiduría.
A medida que nos sumergiamos en la amable renuncia al pacato convencionalismo, la tenue fosforescencia de la madrugada fue llevándonos hacia aquel entorno de realidad-irrealidad hasta que la bofetada del aspa de luz de un auto en contravía nos puso al descubierto
No supimos en que momento empezamos a tamborilear sobre la madera grasienta ni a tararear el estribillo de aquel bolero grave y apesadumbrado que no cejaba en sus reproches a la vida. Era como estar enclaustrados, palpando pacificamente el más aleccionador de los fracasos.
"Vámonos, es la hora de nuestra ronda", inquirió Claudia.
Sólo después de algunos minutos, y cogidos de las manos, dimos pábulo a la legendaria tristeza de aquella mujer pintarrajeada que a esa hora invitaba a los esporádicos peatones a una mercenaria aventura de amor; rasgamos la gravedad de aquellos rostros abotagados e impusimos la ley del desgaste físico y moral.
"Pasaremos a la posteridad", exclamó el que caminaba en el extremo opuesto.
Nos detuvimos a un costado de la fuente a rememorar aquellos años mozos, cuando más que alelados, pensábamos en la felicidad; imaginándola cual hada ataviada de filigranas, ofreciéndonos con alegre sonrisa el ansiado aposento y a la mujer pacata y fiel. Evocamos con cierta sorna a esas tías marchitas y deshidratadas, embutidas en confortables sillones mientras desempeñaban el odioso papel de censoras.
Sólo alli comprendimos que ese espectro de la gran ciudad era el mejor leño para atizar nuestro fuego; la llave maestra que permitiría abrir las exclusas que nos pondrían frente al ansiado paraíso del dejo y la desidia. Sentimos pena por el delirio de Poe y el tormento de Fitzgerald, pero agradecidos de habernos enseñado que es menester mandarlo todo al diablo.
Ahora, cuando nos disponemos a cruzar el boulevar, intuimos que todo fluye correctamente, que pronto dejaremos de asombrarnos; y mañana, cuando se repita la eterna tragicomedia que entre bambalinas logra uncirnos a toda esta mierda, no sé que habrá sido de nosotros.
Este relato hace parte de mi libro de cuentos inédito "En Torno a una Rarta Espera"
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