sábado, 11 de febrero de 2012

Brevísimas digresiones sobre el III capítulo del "Discurso del Método" y la "carta a Elizabeth" de René Descartes.

Manuel Donado Solano

En el tercer capítulo de la obra de René Descartes, "El Discurso del Método" y el cual lleva por título "Algunas reglas de la moral sacadas del método", no cabe duda que el padre del racionalismo deja entrever que es menester equiparse de unas máximas que no nos hagan perder el rumbo en el juicio moral de las acciones que inevitablemente hemos de acometer.
Así las cosas, para nuestro filósofo de marras, al elaborar nuestros juicios sobre las normas morales imperantes, además de su acatamiento y observancia, es importante confrontarlas con los hechos y así podremos evaluar si realmente se es coherente con ellas en nuestra praxis, permitiéndonos esto observar con gran objetividad si su apropiación corresponde a un acto consciente o no; ya que hay una gran diferencia entre quien actúa a conciencia, internalizando dichos preceptos, y quien lo hace pero sin apropiarse o hacer suyo en esencia la naturaleza de la norma o precepto moral.

Además de lo arriba expuesto, nos informa el filósofo francés, que cada vez que se veía abocado a inclinarse por una opinión que evaluara la pertinencia o no de un precepto moral, primero que todo analizaba entre sus congéneres si su praxis social derivada de aquella se enmarcaba en la mesura y la sobriedad; y así evitar los excesos o extremos, algo que consideraba como funesto y no deseable.

En esta misma línea de pensamiento, otro rasgo distintivo que nos muestra el pensador galo, es lo que podría considerarse como el predominio de la razón en su papel rector al momento de elegir o  asumir las normas morales a seguir; ya que al hacerlo ésta, lo hace de manera cierta y fundada.
Así las cosas, y siendo consecuente con lo que se ha venido planteando, este sería el mejor antídoto contra la incertidumbre y así evitar los constantes aplazamientos y dudas en nuestros actos que tantas inquietudes y remordimientos nos causan a cada momento.

Y por último, en lo que atañe al tercer capítulo, podríamos decir sin temor a equívoco alguno, que para Descartes la única propiedad consciente y segura, es la de nuestros razonamientos, en el sentido de saber con certeza qué podemos o debemos tener, partiendo, claro está, de si nuestra voluntad se inclina por naturaleza a las cosas que nuestro entendimiento les presenta en cierto modo como posibles. Esta aseveración tiene vsu fundamento en el desconocimiento de la solidez en las aspiraciones de los bienes que están completamente fuera de nuestro alcance y a los que nuestra voluntad no se inclina.

En lo concerniente a la "Carta a Milena", el autor deja entrever a la destinataria un poco su decepción por no haber hallado en la lectura de "Sobre la vida feliz" de Séneca, los verdaderos derroteros para llegar a la felicidad natural.
Según Descartes, es de capital importancia deslindar la conceptualización que se tenga de lo que es la dicha y lo que es la felicidad.
Para él, dicha es aquel regocijo que proviene del hecho de apropiarnos de algo que está fuera de nuestro alcance y que por lo tanto no depende de nosotros. Y la felicidad, es aquel estado de satisfacción espiritual o en el mejor de los casos una especie de "ataraxia" insuflada por la razón.

Así las cosas, la verdadera felicidad hace su aparición cuando somos dueños de sí mismos y conscientes hasta donde han de llegar nuestros logros y posibilidades. Sólo así la angustia y el sufrimiento por no poseer lo que nos es ajeno, darían paso a ese contentamiento de saber a qué somos merecedores.
Para corroborar lo anterior, Descartes recaba en sus tres máximas que vimos en el capítulo III del Discurso del Método.
Teniendo en cuenta todo lo expuesto, me inclino a plantear sobre las máximas que nuestro autor decide esbozar en el plano de la moral, que éstas tienden a apertrecharnos de medios muy claros y rigurosos que nos harán analizar, sopesar y decidir cuales han de ser nuestras normas de comportamiento en el entorno social en el cual nos movemos.
Creo que nadie podría dudar que la observancia de lo establecido, sometido al juicio severo que evalue su validez junto a la resoluta determinación de unas normas morales que nos hagan conscientes del alcance de nuestras posibilidades en lo que hemos de alcanzar de manera serena y clara, sería echar las bases de una regulacón en cierto sentido parca y mesurada en todo nuestro arquetipo racional.

Bajo estos parámetros, tal vez nos pondríamos a salvo de cierta anarquía normativa en nuestras relaciones con los demás, sin que ello deje de darle cabida en ciertos casos de incertidumbre al buen sentido de la razón.
Respecto al tópico que trata en su relación epistolar con Elizabeth, creo que es de una sabiduria tan esclarecedora, cuya validez es algo totalmente incontrovertible en estos tiempos tan confusos que hoy nos asisten.

 
 










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