martes, 21 de febrero de 2012


UNA AMANTE EJEMPLAR

Por: Manuel Donado Solano

Abulia y sopor es lo que destilan, desde hace algún tiempo hacia acá, los ocasionales encuentros con esta mujer. Decir que la amo con la misma encendida pasión, sería deshonestidad para con ella y los demás. Una frase hurtada al pasado para ocultar un poco este vacío con algo de dejo y gran desfachatez.  ¡Qué lamentable, pienso ahora, nuestra incapacidad, para insuflarle vida a ese sentimiento moribundo que aún intenta aferrarse a nuestras gargantas para susurrarnos en tono jadeante y le demos una última mano.

Después de darle un entierro de segunda a aquellos momentos gratos y memorables, la noto más hermosa con ese dejo de nostalgia que nace de la complicidad  de los secretos compartidos.
A pesar de nuestra ingenuidad para caer en la trampa que nos tendió el  amor,  en mis insomnios la imagino ociosa y radiante como la luna de Diciembre.

De vez en cuando recibo recados desde una ciudad lejana para ratificarme que  ni siquiera la muerte podrá rasgar nuestra amistad ni la agreste desesperanza que al menos supimos atestiguar.

Tomado del libro "De los naufragios del alma y otros infortunios".

viernes, 17 de febrero de 2012

ALBORADA

Por: Manuel Donado Solano

No digo que la cosa sea trágica en extremo, ni que el apocalipsis
esté tocando a nuestra puerta para darnos la buena nueva que ha-
ce tanto rato esperábamos.

No! Hasta allá aún no hemos llegado. Pero de algo si estamos se-
guros en estos parajes de trupillos resecos y de gentes magulladas
de tanto arañar en la tierra; y es que aquí la vida cada día nos re-
frenda ese consuetudinario cansancio del alma que siempre nos em-
barga a la caída del alba.

Aquí, con el nuevo día, no sabemos si el canto matinal o el apocado
trinar de los pájaros, son una queja o el lejano responso a un ánima
en pena.

Pero a pesar de todo, la vida fluye!

Igual que una vieja achacosa y temeraria, todavía le quedan bríos para
extender la mano en pos de cualquier migaja o un traje que ya nadie use.

Este texto hace parte del libro "De Los Naufragios del Alma y Otros Infortunios.
Algunos apuntes sobre la justificación de la guerra y la necesidad de su regulación desde los marcos del Derecho Natural en el pensamiento de Hugo Grocio.

Por: Manuel Donado Solano.

En lo que podemos considerar como un modesto intento por rastrear las ideas primigenias desde lo que conocemos como la modernidad, de aquellas ideas y posturas que abogan por la necesidad de regular o instaurar unos diques de tipo ético que permitan superar esa aventura violenta propia de la interacción humana como es la guerra, no podemos pasar por alto los planteamientos que en aquel tiempo hizo Hugo Grocio.
Resulta a todas luces evidente en el jurista y teórico holandés, la necesidad de imponer unos límites en la guerra, al distinguir con meridiana claridad las leyes establecidas en razón de la propia dinámica de la confrontación bélica, a través de los tiempos, de aquellas de carácter humanitario que exige el Derecho Natural.

En lo que tiene que ver con la exposición del pensamiento de Grocio en lo concerniente a la regulación de la guerra, sería de capital importancia que nos detuviéramos a precisar de manera clara, aspectos como el correlato entre íus ad bellum y íus in bello, así como la diferencia establecida por el autor entre justicia estricta y benevolencia o humanidad; y por último, la relación de su concepción iusnaturalista y lo atinente a la guerra justa así como sus consideraciones sobre los límites al uso de la fuerza.

Al momento de justificar la necesidad de la guerra, Grocio, igual que otros pensadores de la modernidad como el español Francisco De Vitoria, encuentra en el Derecho Natural la fuente de la cual emana el mandato irrecusable que nos obliga a poner a salvo nuestra integridad mediante el recurso a las armas.
Por ello define al Derecho Natural como "aquel dictado de la recta razón que indica si alguna acción por su conformidad o disconformidad con la misma naturaleza racional tiene necesidad moral o no".(Grocio, Hugo, Del Derecho de la guerra y de la paz. Tomo I. Pag 52. Ed. Reus. 1925 Madrid.)
En lo anteriormente expuesto, encaja perfectamente como algo moralmente lícito en un momento dado, recurrir a las armas para preservar la vida en toda su integridad. Esto, debido a que "si no puedo conservar la vida, me es lícito apartar por la fuerza a aquel que me ataca; porque este derecho no nace propiamente de la injusticia cometida por el otro, sino del derecho que concedió en mi favor la naturaleza"(Ibidem, Pag. 269)

 En este mismo sentido, pero de forma más explícita, el jurista holandés de manera mas o menos extensa, justifica las razones que permiten el recurso a la guerra al plantear que "entre los primeros principios de la naturaleza no hay nada que se oponga a la guerra, antes más bien la favorecen todos; porque viendo el fin de la guerra en la conservación de la vida y la retención o adquisición de las cosas útiles para ella, si esto lo hacemos mediante la fuerza, nada tiene de contrario a los primeros principios naturales"(Grocio, Op,Cit. Pag 72)

 De la anterior aseveración, es que para teóricos como Giorgio Del Vecchio, "lo que concierne a las ideas sobre el Derecho a la guerra en el pensamiento de grocio, pueden resumirse como justa causa para iniciar una acción bélica, la defensa, la recuperación de aquello que nos es debido y el castigo de injusticias"(Del Vecchio Giorgio, El Derecho Internacional y el problema de la paz, Bosch. Barcelona. 1959)

Ahora, si bien es cierto que el recurso a la guerra lo encontramos consignado en los principios del Derecho Natural, es importante tener en cuenta que lo que tiene que ver con la regulación de la guerra y la conducción de las hostilidades, se hallan sometidas al derecho de gentes o de justicia irrestricta, aunque algunas veces prima el principio de humanidad hacia el otro; ya que "si no siempre es lícito lo que es conforme al Derecho propiamente dicho, es porque muchas veces la caridad y la misericordia para con el prójimo así lo impiden"(Grocio, Op,Cit. Tomo III. Pag.271)

En cuanto a la conducción de las hostilidades, Grocio se muestra de acuerdo con la necesidad de determinar cuales son sus límites, porque también durante la confrontación deben ser reconocidas como válidas ciertas leyes, distinguiéndose así lo lícito de lo ilícito. Pero veamos lo que al respecto dice el jurista holandés: "Así como el Derecho de gentes permite muchas cosas que son vedadas por el Derecho natural, así aquel veda otras que son permitidas por éste"(Ibidem, Pag. 349)
Para Grocio, según el Derecho Natural, es lícito matar al enemigo en franca lid, diferenciándolo del homicidio o el asesinato, proscrito también en el Derecho de Gentes. Lo mismo podríamos decir que el Derecho de guerra me permite atacar una propiedad desde la cual se atente contra nuestra vida sin importar quienes la ocupen.

Pero hay actos ilícitos en lo que tiene que ver con el Derecho de gentes por ser contrarios a los dictados de la naturaleza. Es así como Grocio se muestra de acuerdo con proscribir de la guerra hechos atentatorios contra la ley natural tales como "el envenenamiento de las aguas y el uso de ciertos tipos de armas que traerían consecuencias fatales, los cuales serían condenables por ser contrarios a la ley de las naciones". Y mas adelante resalta la posición en la cual proscribe de la contienda armada, "el rapto y violación de mujeres por considerarlos actos injuriosos e inmorales que además podrían quedar impunes en la guerra como en cualquier otra parte en paz"(Grotios, Hugo, De Jure belli ac pacis. Libri III. Pag. 652. Clarendon Pres, Oxford. 1925) 

 




miércoles, 15 de febrero de 2012


RESIGNACION



Por: Manuel Donado Solano

No es tiempo de reproches.  Lo hecho, hecho está.
Quizá vendrán mejores días a mitigar el amargo sabor que dejaron otras noches. 
Quizá el encierro y la ebriedad hagan más llevaderos los escombros de esta soledad.

Dejémonos embelesar por el silbo del toche en el mango; o tal vez por el crepitar de las temblorosas gotas de un invierno ya lejano.
Ya no habrá más tristezas.  Sólo nos arrullará un silencio que en sus noches no sabrá si reír o llorar.

sábado, 11 de febrero de 2012

Brevísimas digresiones sobre el III capítulo del "Discurso del Método" y la "carta a Elizabeth" de René Descartes.

Manuel Donado Solano

En el tercer capítulo de la obra de René Descartes, "El Discurso del Método" y el cual lleva por título "Algunas reglas de la moral sacadas del método", no cabe duda que el padre del racionalismo deja entrever que es menester equiparse de unas máximas que no nos hagan perder el rumbo en el juicio moral de las acciones que inevitablemente hemos de acometer.
Así las cosas, para nuestro filósofo de marras, al elaborar nuestros juicios sobre las normas morales imperantes, además de su acatamiento y observancia, es importante confrontarlas con los hechos y así podremos evaluar si realmente se es coherente con ellas en nuestra praxis, permitiéndonos esto observar con gran objetividad si su apropiación corresponde a un acto consciente o no; ya que hay una gran diferencia entre quien actúa a conciencia, internalizando dichos preceptos, y quien lo hace pero sin apropiarse o hacer suyo en esencia la naturaleza de la norma o precepto moral.

Además de lo arriba expuesto, nos informa el filósofo francés, que cada vez que se veía abocado a inclinarse por una opinión que evaluara la pertinencia o no de un precepto moral, primero que todo analizaba entre sus congéneres si su praxis social derivada de aquella se enmarcaba en la mesura y la sobriedad; y así evitar los excesos o extremos, algo que consideraba como funesto y no deseable.

En esta misma línea de pensamiento, otro rasgo distintivo que nos muestra el pensador galo, es lo que podría considerarse como el predominio de la razón en su papel rector al momento de elegir o  asumir las normas morales a seguir; ya que al hacerlo ésta, lo hace de manera cierta y fundada.
Así las cosas, y siendo consecuente con lo que se ha venido planteando, este sería el mejor antídoto contra la incertidumbre y así evitar los constantes aplazamientos y dudas en nuestros actos que tantas inquietudes y remordimientos nos causan a cada momento.

Y por último, en lo que atañe al tercer capítulo, podríamos decir sin temor a equívoco alguno, que para Descartes la única propiedad consciente y segura, es la de nuestros razonamientos, en el sentido de saber con certeza qué podemos o debemos tener, partiendo, claro está, de si nuestra voluntad se inclina por naturaleza a las cosas que nuestro entendimiento les presenta en cierto modo como posibles. Esta aseveración tiene vsu fundamento en el desconocimiento de la solidez en las aspiraciones de los bienes que están completamente fuera de nuestro alcance y a los que nuestra voluntad no se inclina.

En lo concerniente a la "Carta a Milena", el autor deja entrever a la destinataria un poco su decepción por no haber hallado en la lectura de "Sobre la vida feliz" de Séneca, los verdaderos derroteros para llegar a la felicidad natural.
Según Descartes, es de capital importancia deslindar la conceptualización que se tenga de lo que es la dicha y lo que es la felicidad.
Para él, dicha es aquel regocijo que proviene del hecho de apropiarnos de algo que está fuera de nuestro alcance y que por lo tanto no depende de nosotros. Y la felicidad, es aquel estado de satisfacción espiritual o en el mejor de los casos una especie de "ataraxia" insuflada por la razón.

Así las cosas, la verdadera felicidad hace su aparición cuando somos dueños de sí mismos y conscientes hasta donde han de llegar nuestros logros y posibilidades. Sólo así la angustia y el sufrimiento por no poseer lo que nos es ajeno, darían paso a ese contentamiento de saber a qué somos merecedores.
Para corroborar lo anterior, Descartes recaba en sus tres máximas que vimos en el capítulo III del Discurso del Método.
Teniendo en cuenta todo lo expuesto, me inclino a plantear sobre las máximas que nuestro autor decide esbozar en el plano de la moral, que éstas tienden a apertrecharnos de medios muy claros y rigurosos que nos harán analizar, sopesar y decidir cuales han de ser nuestras normas de comportamiento en el entorno social en el cual nos movemos.
Creo que nadie podría dudar que la observancia de lo establecido, sometido al juicio severo que evalue su validez junto a la resoluta determinación de unas normas morales que nos hagan conscientes del alcance de nuestras posibilidades en lo que hemos de alcanzar de manera serena y clara, sería echar las bases de una regulacón en cierto sentido parca y mesurada en todo nuestro arquetipo racional.

Bajo estos parámetros, tal vez nos pondríamos a salvo de cierta anarquía normativa en nuestras relaciones con los demás, sin que ello deje de darle cabida en ciertos casos de incertidumbre al buen sentido de la razón.
Respecto al tópico que trata en su relación epistolar con Elizabeth, creo que es de una sabiduria tan esclarecedora, cuya validez es algo totalmente incontrovertible en estos tiempos tan confusos que hoy nos asisten.

 
 










sábado, 4 de febrero de 2012

ITINERARIO DE UNA TRIBU MUY ESPECIAL

 "No sientes, no sientes que en tu trastornado corazón,
   en tu desquiciado cerebro, es donde radica tu miseria,
    de la cual todos los reyes de este mundo no podrían
     sacarte". 
     Goethe: los sufrimientos de werther.

 Por: Manuel Donado Solano.


Antes, nos echábamos en cualquier café a otear el panorama y juntar proyectos. Nos alegrábamos, se mostraba una sonrisa hipócrita y poníamos con  gran preocupación una de las pocas monedas en la mano del mendigo de turno.

Así era el amargo jugo del mediodía. Sopesando con cierta incredulidad los favores que podía concedernos una ciudad perversa y farisea que nos conminaba a deambular como ánimas en pena por sus calles atiborradas. Ibamos de un lado a otro y viceversa; hastiados de los eternos locales comerciales, de las mismas filas de autos, del mundanal ruido que amenazaba con empozarse en nuestros sentidos y del caucho reverdecido y enfermo que parecía darnos una voz de aliento.

Claro!, es lógico que dentro de poco hemos de renunciar a todo; es conveniente que aceptemos nuestra postración ante el tedio que nos produce el deprimente espectáculo de una existencia opaca y mediocre.
Entonces, para qué seguir huyendo de nuestras miserias?. Acaso no llevaremos el germen de nuestra congoja dondequiera que estemos?

A ello hemos estado atados sin mayor miramiento: pululando entre la pena y la desdicha, rumiando el inveterado dolor que produce la sensación del nuevo día y afligidos por la inquietud de no encontrarnos a sí mismos.
Quienes se topaban con nuestra aversión, rezongaban que no todo estaba perdido, que aún faltaban por trasegar vericuetos menos sombríos; en el peor de los casos, nos inducían a diluirnos en las charcas del olvido. Entonces sentíamos despabilarnos, reflexionábamos y arremetíamos con los restos de nuestro temple hasta espantar aquellas ideas cual enjambres de moscas. Nos estaba dado vislumbrar la esencia última de la cuita, del placer más abyecto; o arrastrarnos a las más bajas pasiones sin dejar de modelar el peor de los vicios sin sonrojo alguno.

Sí, ese fue nuestro compromiso. No importaba desangrarnos sobre el cesped de los parques ni ir dando tumbos con el cerebro hecho añicos y después encontrarnos sobre las grandes peñas del tajamar que siempre parece insinuarse hasta el otro lado del mar.
Así fue el inicio del venerable complot para destripar la más siniestra de las soledades; el punto de apoyo para agredir a la monótona realidad de un entorno que en su diabólica cotidianidad, amenazaba con liquidar la profunda contemplación de un mundo barnizado por el oprobio y la sandez. Entonces, ¿quién puede vadear nuestra inexpugnable fortaleza?

"Nadie va a hacernos cambiar, señor", dijimos al dueño del bar que anoche trató de imprecarnos al notar los efectos de nuestra furtiva displicencia. Hubiésemos querido explicarle nuestra extraña condición de pequeños demiurgos que han trascendido todo tipo de fruslerias para abandonarnos a la loable tarea de sepultar las abominables cortapisas que han empequeñecido y abatido al género humano.

"Bueno,que le vamos a hacer. Allá ustedes", se dejó escuchar nuevamente la voz ahora tras la penumbra del mostrador. Sólo Claudia supo advertir la grandeza de nuestra empresa. Entre idas y venidas mientras secaba los restos de espuma que dejaban las cervezas sobre las mesas, nos observó de soslayo hasta susurrarnos con cierto dejo: "estoy con ustedes".

Volvimos a pensar en los tiempos idos, en el paquidermico paso de la noche, y desde los arrabales de la ciudad, escuchamos el estampido de la bala que a esa hora se complacia en destrozar las carnes del raponero de ocasión o del famélico exconvicto. Fueron segundos indescriptibles, acompañados del letargo que siempre nos trae lo más añejo de nuestra memoria.
Y así empezamos a perdernos en las entrañas de la noche, husmeando en lo más recóndito de su estela, la extraña holgazanería que siempre muestran sus horas. Sí, la hallamos. De veras que coincidimos en que ese aspecto macabro que muchas veces le imputamos no es mas que un juicio caprichoso y meramente subjetivo de quienes no tenemos ni pizca de bohemios. ¿Acaso puede ser más placentera la vida del noctámbulo que recorre con inusitada destreza cafetines de mala muerte, donde florecen los ímpetus del chacal y el tufillo del bohemio irredento? 
Indudablemente que ahí se condensa la sabia contemplación, instantes propicios para la meditación profunda. Claro está, otra cosa es dejarse llevar por las vulgares premoniciones mientras se observa a la ciudad adormitada entre los susurros de la gélida noche sin que el zumbido que producen los automóviles lleguen a rozar las tristes melodías que dejan escapar los bares a medio cerrar, mientras el mesero del delantal continúa apilando las sillas.

En el momento en que observábamos el afiche de Marilyn Monroe, vimos a Claudia cuando se dirigía a despertar al hombre entrecano que se había quedado dormido sobre la barra. Era una masa cetrina y deforme; al momento de palmear la espalda de aquel bulto, un leve temblor fue dándole forma a los torpes movimientos que empezaron a emgarzarlo todo en un solo cuerpo.

Así sellamos nuestro compromiso, dispuestos a deambular por los escabrosos senderos donde el desamparo es cosa de poca monta y la soledad no parece revelar su verdadera trascendencia. Pero qué importa!, hemos de seguir con nuestra cruz hasta el fin del mundo. Todo está dado para implantar el reino de nuestra sabiduría.
A medida que nos sumergiamos en la amable renuncia al pacato convencionalismo, la tenue fosforescencia de la madrugada fue llevándonos hacia aquel entorno de realidad-irrealidad hasta que la bofetada del aspa de luz de un auto en contravía nos puso al descubierto

No supimos en que momento empezamos a tamborilear sobre la madera grasienta ni a tararear el estribillo de aquel bolero grave y apesadumbrado que no cejaba en sus reproches a la vida. Era como estar enclaustrados, palpando pacificamente el más aleccionador de los fracasos.

"Vámonos, es la hora de nuestra ronda", inquirió Claudia.

Sólo después de algunos minutos, y cogidos de las manos, dimos pábulo a la legendaria tristeza de aquella mujer pintarrajeada que a esa hora invitaba a los esporádicos peatones a una mercenaria aventura de amor; rasgamos la gravedad de aquellos rostros abotagados e impusimos la ley del desgaste físico y moral.

"Pasaremos a la posteridad", exclamó el que caminaba en el extremo opuesto.

Nos detuvimos a un costado de la fuente a rememorar aquellos años mozos, cuando más que alelados, pensábamos en la felicidad; imaginándola cual hada ataviada de filigranas, ofreciéndonos con alegre sonrisa el ansiado aposento y a la mujer pacata y fiel. Evocamos con cierta sorna a esas tías marchitas y deshidratadas, embutidas en confortables sillones mientras desempeñaban el odioso papel de censoras.

Sólo alli comprendimos que ese espectro de la gran ciudad era el mejor leño para atizar nuestro fuego; la llave maestra que permitiría abrir las exclusas que nos pondrían frente al ansiado paraíso del dejo y la desidia. Sentimos pena por el delirio de Poe y el tormento de Fitzgerald, pero agradecidos de habernos enseñado que es menester mandarlo todo al diablo.

Ahora, cuando nos disponemos a cruzar el boulevar, intuimos que todo fluye correctamente, que pronto dejaremos de asombrarnos; y mañana, cuando se repita la eterna tragicomedia que entre bambalinas logra uncirnos a toda esta mierda, no sé que habrá sido de nosotros.

Este relato hace parte de mi libro de cuentos inédito "En Torno a una Rarta Espera"