martes, 26 de julio de 2011

DETRÁS DEL CERCO (relato)

"El que siembra en tierra ajena, hasta la semilla pierde"
Dicho popular.


Es muy poco lo que usted tiene que hacer. De veras! No es sino desperezarse a esa hora de la madrugada en que la claridad un tanto azulada y otro tanto plomiza permite a los objetos mostrar sus verdaderas dimensiones.A esa hora, un gato es un gato y no un promontorio de minucias apiladas sobre el borde de un andén.

Ahora, si por cualquier motivo prefirió ir a bostezar bajo el umbral que da sobre la carretera asfaltada y ha levantado la vista sobre aquellos cañahuates que siempre esperan puntuales los últimos meses del año para teñir de un amarillo reluciente su frondosidad, es muy probable que en poco mas de un instante quede embelesado al comprobar que su mirada se ha posado sobre el fulgor rojizo que envuelve las crestas de una serranía remota y de picos azulados. Y hasta pensará que es el único en espiar aquel momento en el el cual el sol hiere aquellas crestas invictas y solitarias.
Pero tampoco es el ladrido de los perros cuando ven pasar los primeros parceleros sobre sus burros, todavía somnolientos, hurgando mecánicamente los garabatos y gritando :"Arre burro". Ni el canto desmedido y un poco revanchista de los primeros gallos que atisban la llegada de la aurora a través de sus crestas avizoras y sanguinolentas.

Nada de eso! El momento álgido y puro que le hace desechar toda esa covacha de pensamientos remolones, lo siente llegar a veces de manera estrepitosa, mezclado en medio los ronquidos del tractor que a esa hora llega a buscar hombres y niños prestos a recolectar algodón.
Muchas veces usted espera echado sobre el taburete; observando a su mujer arreglarse los cabellos en un moño mientras sopla con una lámina de cartón los trozos de laña que arden debajo de la olla donde empieza a burbujear el café. Sí, ni siquiera ha alcanzado a mojarse los labios cuando escucha los pitos de la vocina anunciando la salida.

-Toma, espera a que se asiente. Dirá ella con voz muy cariñosa mientras le alarga la totumita todavía humeante.
    
-No mija, me dejan. No conoces a ese puñetero jefe de cuadrilla.

Así es como siempre ha funcionado la cosa desde hace muchos años; cuando Maguey era un apacible caserío rodeado por extensas ciénagas y besado por el recodo de un rió descarriado y turbulento que rehusó seguir su viejo cauce. A medida que se fugaban los años, fue tornándose decrépito y moribundo; y las ciénagas terminaron solidificando su sedimentación, convirtiéndose en tierras ricas y promisorias en toda su extensión; mostrando su inocultable altanería cuando llega el verano, pero lozanas y coquetas al presentir los chirridos del rastrillo hurgando sus entrañas.

Fue en otros tiempos cuando perdieron su virginidad; extendieron grandes cercados con alambres de púas y construyeron sobre un gran promontorio la empinada casa de adobes con su terraza de madera. A un costado, del otro lado de la gigantesca bodega de almacenamiento, la infinita sementera que con el tiempo, año tras año, ha dado cabida al simétrico sembrado de algodones.
Y ahora, lejos de toda reminiscencia, no tiene mas remedio que dejarse llevar por este vagón que ha resuelto alejarse de la carretera asfaltada para tomar el estrecho desfiladero de arcillas donde usted se bambolea de un lado a otro escuchando el canto matinal de los azulejos.
Sólo observa a lo lejos, con el rostro medio abotagado, las densas nubes de polvo que se han ido levantando ante el mero rugido de la maquina para desaparecer al final de cada recodo. Algo puede afirmarse, claro está, sin que sea motejado como los efluvios de una imaginación enfermiza, o el punto crítico de un estado de hipersensibilidad: pero desde lejos, usted puede ser observado como un prisionero mas que es conducido a uno de esos casos de exterminio que existieron durante la Segunda Guerra Mundial. Lo único que le faltaría a su fatídico vagón, sería la nutrida escolta de sidecares custodiando el tránsito hacia la muerte. 
Pero no es eso lo que usted espera. Recuperado el equilibrio y un poco entumecido el cuerpo, podrá observar con mas sosiego que no existe ningún oficial de las SS a la vista; pues todo fue una mera ilusión óptica. Hasta se alegrará un poco al comprobar, por los ronquidos que emite la máquina, que en adelante comenzarán a ascender la pendiente de piedras chinas y cantos rodados sin tener que privarse de la agradable sensación de sentirlos rebotar debajo de los neumáticos. "Una legua más y llegamos", pensará en ese instante.

Ahora podrá cruzar un saludo con los otros recolectores que han venido del otro lado del rió con la esperanza de destripar el mayor numero de matas hasta la hora en que asome el crepúsculo. Recordará con impecable lucidez la historia de aquellos buenos años, cuando niño aún, ayudaba a su padre a alzarse con un botín de ciento cincuenta kilos diarios y una propina como campeón entre los recolectores.
Pensará no sin cierta nostalgia, en aquellos atardeceres de brisas fugitivas y su memoria dejará aflorar aquella escena digna de un cuadro de lujo; dejando al descubierto ante los ojos de los demás, la torva caravana de mulas cargadas de lonas, ascendiendo desde el aquel bajo a través de una suave pendiente bordeada de pastos y barrancos de viejas ceibas que sucumbieron al adelanto de los nuevos tiempos.
Sólo tú y tu padre esperaban sentados en la pequeña terraza a las bestias que traían lo que habían logrado recoger durante la buena mañana. Recuerdas aquel momento en que el capataz peludo y sanguíneo llamaba a tu padre para que colocará las lonas sobre la báscula. Ahí experimentabas ese júbilo incomprendido cuando aquel viejo de ademanes torpes y odiosos gritaba; "ciento cincuenta kilos", y retiraba las contrapesas mientras tu padre te decía en tono jadeante debido al cansancio: "hoy salvamos las comidas y los cigarrillos, hijito".

"Ah sí!", suspirará ahora, "aquellos buenos tiempos". Pero ahora todo ha cambiado", pensará con un poco de desazón e incertidumbre mientras trata de agarrarse de un listón del vagón porque el tractor ha tropezado contra un barranco. De nuevo pensará que el trayecto es interminable o que el tractorista decidió avanzar mas despacio porque notó que salió mas temprano que los otros días; entonces su impaciencia se verá acrecentada al observar que todavía no han cruzado el puente de la cañada. Pero eso no importa. No es sino decir: "¿quién me da un cigarrillo?", y al instante tendrá una mano ofreciéndole la cajetilla, y otra mano iluminándole el rostro con la cerilla encendida. Son gentes buenas, inmunes a los obscuros  síntomas que surgen a borbotones en tiempos tan apocalípticos. Cuando usted decida involucrarse en sus interminables conversaciones, escuchará historias muy interesantes que siempre suceden en otros pueblos de la rivera.

Escuchará historias sobre bogas borrachos y pendencieros que casi siempre se pelean por mujerzuelas que merodean los bares de la albarrada. Pero tiene que aguzar muy bien el oído y el espíritu , pues casi siempre hablan de encantos que se aparecen por las noches, metamorfoseados en hermosas mujeres de cabellos de oro, navegando sobre barcas y silbando notas melifluas para atraer y desaparecer en las profundidades a los pescadores incautos.
Todo esto le alegrará un poco, hasta reirá solo sin tener que pensar que está perdiendo la razón ni nada por el estilo. Sólo que ha quedado deslumbrado bajo el peso hipnotizador de aquellas palabras, observando con cierto desdén como se desvanecen las espirales de humo de su cigarro.
Ni siquiera se ha fijado que la poderosa puerta de barrotes de hierro ha empezado a abrirse para darle paso al tractor con su vagón y mostrarle mas allá del pequeño llano, un enorme caney que sirve de posada a otros jornaleros que hormiguean alrededor de unos silos que amenazan con besar a un cielo limpio y diáfano.

Ahora, como en años anteriores, usted ha descendido del vagón para quedar frente a un capataz mucho más viejo que se dispone a registrar su nombre en la planilla de recolectores y entregarle algunas lonas para verlo morir un poco dentro de aquella blancura que siempre empieza por adormecerle la yema de los dedos y encorvarle el espinazo.
 Este relato pertenece al libro inédito "En torno a una rara espera"
 

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