RÉQUIEM
Por: Manuel Donado Solano.
Ahora intentaba sobreponerse a los desmanes que aquel abatimiento cernía sobre su magra figura y el camastro de lados simétricos y bien delineados que siempre le había acogido con sobrada displicencia.
"Hoy quiero morir tranquilo", se dijo muy suavemente, sin que la conclusión de sus fatídicas elucubraciones hubiese sido perturbada por las remotas voces de otros ámbitos ni por los pitos de aquellos buses multicolores que nunca acababan de girar sobre las mismas avenidas.
Sentía el punzante dolor de la desesperanza y la soledad aniquilando inmisericordemente hasta el último vestigio de vitalidad; entorpeciendo el mínimo esfuerzo para armar el más simple de los razonamientos. Todo se circunscribía al somnoliento letargo que parecía rayar en la disolución final. Pero se resistía. En medio del tenue estertor, una fuerza ínfima aún le vedaba el sometimiento a ese estado de eclipse total y de nebulosa irrealidad en que en esos trances parecemos flotar.
Cuando las persianas dejaron filtrar el grisáceo resplandor del crepúsculo, el grisáceo resplandor del crepúsculo, sintió que se hallaba en medio de una enorme burbuja gelatinosa que lo llenaba de inmovilidad. Trató de hacerse a un poco de aire fresco, pero notó que la rigidez de su nuca lo mantendría aprisionado al eterno suplicio. Ahora, todos los objetos se resistían a desfilar ante sus ojos. Pero navegaba. Esa sensación de vacío lo trasladaba como el gran timonel de su camastro en el apocalíptico viaje a través de la eternidad de un indescifrable espacio interestelar.
A medida que se fugaban las horas, el recuerdo de una juventud marchita y desperdiciada, fue la eclosión que reavivó un semblante de dolor en aquel rostro que parecía exento de toda vitalidad.
Aquella sucesión de recuerdos parecían inmortalizarlo en medio del rigor apesadumbrado que habían adquirido las cosas en aquella habitación. Su mente parecía despojada de aquel apremio que atasca el denso fluir de imágenes y conceptos. En ese momento de mediana lucidez, se hilvanaron las más amargas disquisiciones, acompañadas de maledicencias y reproches.
Pero ya nada podía hacerle renunciar a la decisión final. Ahora todo corroboraba a intuir el epílogo de toda sentencia que no cejaría, incluso, después de hallarse envuelto entre aquellas sábanas, mostrándose un tanto oseo y corrompido por el inexorable embate del tiempo. Y entonces, cuando se halle sumido en ese irreconocible estado que ofrece la posteridad, aquella estatuilla del Buda satisfecho y orondo, cambiará la tímida sonrisa por las profundas carcajadas que se esconden detrás de toda gran desolación.
Este relato está incluido en mi libro de cuentos "En Torno a Una Rara Espera".
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