Un encuentro casual tiene cosas tan ricas e impredecibles por no fundamentarse en la prevención. En el lapso de tiempo que me ha tocado vivir, entablar una conversación inesperada o presenciar fortuitamente un accidente en compañia de un transeúnte, nos muestra facetas tan abigarradas que pueden compararse a un diamante en bruto a la espera de la mano del excelso pulidor.
El trascendentalismo es una impronta que denota la inmadurez espiritual; un falso amigo siempre solícito a procurarnos con gran aspaviento la torcida visión.
Es menester deshacernos de la borrosa lupa y así evitar privarnos estar entre los elegidos -o iluminados- al momento de presenciar los esguinces que tras bambalinas hilvana algun dios o duende con fino sentido del humor en sus permanentes burlas hacia la atosigante realidad.
¿Será acaso una abrupta excepción que durante la tan publicitada audiencia, el maniaco reincidente vea en la grave sobriedad del juez parapetado detrás de su escritorio la imperturbabilidad que por momentos muestran los jóvenes con el síndrome de Down ante lo extraño y novedoso?
Es improbable que agreguen otro cargo a su expediente, si movido por la compasión o la piedad se acerque a palmear al atolondrado funcionario para constatar la inaudita desgracia que acompaña a su verdugo.
"¿Qué hacia usted el pasado sábado de carnaval a eso de la media noche en la esquina de Jesús con Cuartel?", inquirirá el juez en su afán de recuperar el dominio de la situación y poner nuevamente las cosas en orden, mientras se arrellena en el sillón y ajusta con cierto desdén los gruesos lentes de montura de carey.
Poco importa si la magra figura mienta o confiese la verdad. Por lo pronto, ya marcó un hito al transgredir esa relación de conciencia que se pavonea en la frágil torre de marfíl de la escualida racionalidad.
De ahora en adelante nos resistiremos a ver al indefenso convicto frente al encumbrado jurisconsulto y albacea de los rectos y lógicos principios de la convivencia social.
Nada de eso!!, seremos los agraciados espectadores de ése fantástico instante en que un alma, gracias a lo díscola y a su enfermedad, es capaz de explayarse en crescendo sobre el recinto y a la abulia del
solemne verdugo que, sentencia en mano, la conmina a marchitarse en el encierro y la soledad.
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