“Entretanto soy este hombre pequeño y tímido
Incambiable, casado con la única mujer
que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no
ya de ser otro, sino de la misma voluntad
de ser otro”
Juan Carlos Onetti: “La vida Breve”
Hasta hace poco creímos que todo se había diluido durante su breve estancia. Desde hace tiempo le hemos visto andar con ese paso monótono y preciso, hacer escala en la estación de buses intermunicipales, observando de un lado a otro y tratando de escabullírsele a esa congoja que acecha con morderle los talones.
Muchas veces hemos pensado que esa pose un tanto estrafalaria al momento de ordenar nerviosamente la carpeta bajo el brazo, ha sido el insoslayable introito que le da forma a esa soledad que ha terminado por suprimirle cualquier ambición.
Sólo ayer, cuando regresé de la biblioteca, me lo contó Maritza. Anduvo un poco extraviado; ajustando torpemente la montura de los lentes para verificar la borrosa nomenclatura sin lograr la exactitud de la concordancia.
Supimos que logró conseguirlo gracias a que uno de los vecinos adivinó los pormenores de la silueta de aquella mujer que usted tantas veces le esbozó. Por eso ahora le hemos visto mas sosegado, acomodado en la mesita que roza el orinal de aquella tienda; observando insistentemente el portón de aquél zaguán y acariciando con el dorso de la mano la etiqueta de la cerveza de turno.
Antes de todo esto, cuando apenas empezaba a interesarse por la dirección de aquella muchacha, lo imaginábamos sobre el filo de esos mediodías lluviosos; arrimado sobre el alero de cualquier esquina con la carpeta bajo el brazo y sin perder de vista el paso de aquél arroyo reventándose contra los muros de la glorieta. Así todo pasaría sin mayores contratiempos; analizando la extraña holgazanería de esas horas mientras los jóvenes de la calle empezaban a colocar los improvisados puentes con tablones viejos.
Sería un acto de fé para consigo mismo; sintiendo la perfecta armonía de aquella soledad enquistándose en la paz bucólica que ofrecía la pertinaz llovizna.
Pero ahora todo aquello es cosa del pasado. Sólo de vez en cuando repite el legendario trayecto para ir a acodarse sobre el mostrador desde donde puede divisarla mejor cuando descienda del bus. Usted no lo ha notado, pero los otros clientes ya sospechan su desesperado afán por hacer avanzar las manecillas del reloj que está entre los afiches de la pared.
Esta mañana, mientras me embadurnaba las mejillas de espumosa crema de afeitar, estuve pensando en la perspicacia de Maritza. Intuí que había dado en el clavo cuando me dijo que lo más seguro era que ya se había aburrido de ir al bar donde trabajaba; de las mismas charlas, los mismos gestos, y de verla interrumpirse frecuentemente cuando el timbre le anunciaba los pedidos de los clientes de las otras mesas que casi siempre tamborileaban sobre la madera grasienta hasta que la tenue fosforescencia de la madrugada los despertaba de ese entorno de realidad-irrealidad Ahora ya no quería pensar en el callado llanto en su cara filuda y ojerosa que dejaba entrever los apuros de fin de mes y la impostergable puntualidad de la mensualidad del hijo de una población lejana. Creo que usted también quería olvidarse del rencor que le producía la negativa de la mujer a una existencia más decorosa en algún apartamento en el norte de la ciudad. Pero ahora sólo deseaba observarla desde otro plano, sin perderse el instante en que aquél portón se cerraba a sus espaldas antes de hacer el trayecto hasta la caseta donde tomaba el bus.
Sin lugar a dudas que todo se confabulaba para aumentar la incertidumbre de aquél interrogante que tan inmisericordemente lo aguijoneaba; pensando en la férrea resignación de aquella mujer para encarar toda su tragedia y la fortaleza espiritual para no caer al lodo de las rondas nocturnas en busca de clientes en las avenidas más transitadas. “Está sola”, pensó entonces, un poco mas sosegado; descartando la tormentosa posibilidad de algún otro hombre moldeándole todas sus miserias y desamparos.
Algunas veces, sentados en la terraza, imaginamos su odio al pensar en aquel recuerdo que tanto la atormentaba cada vez que su pensamiento la transportaba a las imágenes redivivas de una niñez descarriada y dura; vagando entre algodonales resecos y columpiándose en los porches de esas casas habitadas por la maleza y el olvido; sintiendo todavía el peso de aquella avalancha nudosa sometiéndola mas allá del dolor y las entrañas. Ese es el inmancable recuerdo que siempre la persigue y sólo se desvanece al verse envuelta entre los jirones de lonas que colgaban de aquellos alambres de púas invadidos por el oxido, en su profiláctico papel de atemperar el llanto y el dolor.
Si no nos falla la memoria, se nos vino a la mente que seguramente ella le contó sobre los esfuerzos de la familia para que tuviera prontamente ayuda profesional a través de un eminente psicólogo llegado desde la capital y su posterior envío a donde los familiares de una ciudad intermedia pensando en la posibilidad de mitigar el impacto de los escalofriantes recuerdos en el desarrollo de su conducta y en su relación con los demás.
Lo mas probable, es que usted también supo, que en esos meses, ella nunca había recibido tantos mimos y atenciones en aquella casa de dos pisos en el centro de la pequeña ciudad; sentada solemnemente en el balcón viendo pasar la vida sin mayores sobresaltos y recibiendo a ratos la visita de una mujer joven que le susurraba al oído algunas palabras para que supiera que en el futuro seguiría siendo una mujer bien.
Seguro que ya le contó con esa timidez descomunal que algunas veces piensa en esa mujer joven, su prima, Katty, la misma que durante ese tiempo se encargaba de encerar el embaldosado del balcón y cuidar que nunca faltaran las revistas de historietas y el paquetico de bombones de fresa, así como en los juegos de aquellos niños deslizándose sobre sus patines con el mismo equilibrio de un artista de circo.
Y así partía hacia su cuarto de pensión, recriminándose esa malsana propensión al goce doloroso con su soledad; imaginando a esa hora el hastío de aquella mujer dejando entrever una mueca de fastidio cuando sentía la bofetada de aquel bolero con su estridencia dolorosa y monótona que no cejaba en sus reproches a la vida.
Ese fue el punto de nuestro acuerdo, la sospecha de nada en que pensar, de ningún punto de apoyo; y de los prolongados insomnios en aquel camastro de lados simétricos y bien delineados que siempre le había acogido con sobrada displicencia, transportándolo a la amarga escena de una juventud marchita y desperdiciada que fue la eclosión que reavivó un semblante de dolor en aquel rostro que parecía exento de todo signo de vitalidad. Logramos intuir que a medida que se fugaban las horas, aquella sucesión de recuerdos lograban inmortalizarlo en medio del rigor apesadumbrado que habían adquirido las cosas en aquella habitación.
Alguna vez nos contaron que, en esos duros momentos, usted añoraba con todas sus fuerzas aquellos primeros años de su niñez en la modesta hacienda paterna a escasos kilómetros de algunas lagunas y del recodo de aquél rio caudaloso y turbulento que rehusó seguir su viejo cauce. Sabemos que de vez en cuando deja escapar una sonrisa cuando recuerda los relatos que cuando, siendo aun un niño, escuchaba de aquellos hombres fuertes y rudos que venían del otro lado del rio para la recolección del maíz que había sembrado su padre.
Recordará no sin cierta nostalgia, en aquellos atardeceres de brisas fugitivas y su memoria dejará aflorar aquella escena digna de un cuadro de lujo; dejando al descubierto ante los ojos de los demás, la torva caravana de mulas cargadas de sacos listas para empacar en el vagón de aquél viejo tractor que siempre se alejaba de la carretera asfaltada para tomar el estrecho desfiladero de arcillas donde usted se bamboleaba de un lado a otro escuchando el canto matinal de los azulejos.
Algo podemos afirmar, claro está, sin que sea motejado como los efluvios de una imaginación enfermiza, o el punto crítico de un estado de hipersensibilidad; pero a lo lejos usted debió parecer uno de aquellos prisioneros que eran conducidos a los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Lo único que faltaba a su fatídico vagón, era la nutrida escolta de sidecares con los oficiales de las SS custodiando el tránsito hacia la muerte. Pero recuperado el equilibrio y con el piernitas todavía entumecidas, seguro que logró avizorar que todo no fue mas que una ilusión óptica.
Dejamos de verlo durante algunos días. A medida que los colegios daban por terminado el año escolar, tardaba menos en salir de la biblioteca y me quedaba tiempo para salir con Maritza todas las tardes. Íbamos de un centro comercial a otro o nos metíamos en cualquier heladería a ver pasar el tiempo desfilando entre las gentes. “Apuesto a que se aburrió del todo y se fue”, me dijo con los ojos fijos en el vaso de refresco. “Puede ser”, dije sin dejar de observar al malabarista que hacía piruetas a un lado del regulador del tránsito que impartía ordenes a las filas de autos.
Cuando llegaron las primeras brisas, el sol mostró una transparencia diáfana y las gentes postergaron el odio y la tristeza. Fue entonces cuando le vimos llegar a la tienda con aquel sombrero de paño y una chompa ajustada hasta los puños.
“la va a matar”, dijimos casi al unísono. Pero qué va! Había regresado para entronizar la eterna postal de una mesita abordada por un hombre que suspendía una botella sobre sus labios mientras la mirada escrutadora lamía insistentemente aquél portón.
Manuel Donado Solano.